El egoísmo es saludable
porque no cosecha víctimas,
ni extermina
(como todo el mundo sabe)
especies enteras para desayunar.
El egoísmo es ecológicamente atractivo:
contiene en su nicho al ejemplar
y le impide seguir devorando antes,
prefiere morirse de hambre que catar
la carne de un ente distinto.
El egoísmo desconoce el salvajismo
de crecer y multiplicarse:
uno es sólo uno mismo
cuando se contiene y no va a más.
El egoísta cultiva el arte
de subsistir aparte
sin apenas dar mordiscos
(en todo caso, y le da grima,
puramente defensivos).
El egoísta tiene el instinto
de vivir y conservarse
en un limbo que le afirma
por completo al margen.
Desconfía, pues, de los farsantes
que presumen de insulares
afilando su cuchillo:
mira al asesino infame
que se oculta en ese amigo
deseoso de salvarte.
El egoísta real
dinamita todo istmo
que le une a lo demás.
Su paraíso conocido
es su ignota soledad.