El destino es lo que pasa cuando pasa (y porque pasa),
es la conjunción aleatoria en sus causas y fatal en sus consecuencias,
es emerger sin haberse sumergido primero,
es la raíz aérea de un bulbo que no se puede ver.
El destino es el nombre que le imponemos
a una ley que no se muestra
ni es posible refutar.
El destino es la soltura firme del tiempo,
el tacto rígido del azar,
la predestinación
del negro a la luz y del blanco hacia la sombra.
El destino es la inversión
(mezquina, pero venial)
de la lectura y la escritura,
de la intención
volcada artificialmente entre sus frutos.
El destino es la casualidad interpretada,
interpenetrada por la necesidad
que tenemos de imponerle dirección, altura,
dimensiones a un único punto
impenetrable.
El destino es el sentido
último del absurdo,
liberado de la espera y la ilusión.
El destino es
porque no es, porque no puede ser
que el ciclo se interrumpa
y de la germinación
del hecho no esperemos una pirueta
ulterior, un gesto postrero
que devuelva la ecuación
a su incógnita primera
allá, en la línea
remota de la irresolución.