21 de Abril 2004

El peor día del año

Habituado uno a contenerse, a ceñir el alcance de sus gestas a las dimensiones del ring, a comulgar con ruedas de molino más o menos familiares (y por eso digestivas), se encuentra cierto día con el peor día del año, con algo que le espolea, que le empuja a delinquir, a saltar la tapia y lanzarse a tumba abierta hacia los arrabales, allí donde se alzan los cipreses del cementerio y discurre el río separando el campo y la ciudad.

Es un momento de feracidad extrema en que aúllan todas las alarmas: se ve uno estepario, violador, piraña amazónica; se quiere alpinista, se sueña redentor de las masas; se dilata, se envanece, se cree digno de lo mejor y más granado de la creación: de las primicias de la inminente cosecha, del favoritismo de la luna y la bendición papal.

Como agua embalsada que echa a rodar tras meses de letargo, uno quisiera devorar ahora su propio curso para aumentarse el caudal: salirse de cauce para inundar los campos, romper el molde que le confiere identidad y soñar un nuevo nombre a la altura de su ambición recuperada. Porque es una restauración, de lo que se trata: de la ruta subvertida del fruto y la semilla, de la promesa que vuelve al redil del campo abierto, sin puertas ni ventanas. Llamarla impulso sería limitar su alcance neotestamentario, reducila a una explosión no la agotaría: esa fuerza pujante que, un día cualquiera del año (y aun así, el peor), nos alza como infantes en manos del bautista, transgrede, ese día, la habitual atribución de roles del conocido y el conocedor.

Estentórea, esa energía despunta (otra vez) lo que el tiempo había conseguido mellar. Por eso es aciago, el día del que hablo: porque restablece una continuidad, pero lo hace puntualmente. De una vez, y para siempre.

Escrito por Proteo a las 21 de Abril 2004 a las 11:38 AM