Si yo quise un rostro propio
(allá, en los albores
fríos) fue para quemarlo y,
con la brasa endurecida
resultante, tiznarme la cara
con un polvo mío y no mío
(combustión generatriz
de una faz más allá de la llama):
inconcreta
identidad de lo que soy y lo que no,
reyerta apaciguada,
confusión
que da alborozo abrir
para instalarse dentro
como un estuche de nácar
adonde las larvas no llegan
y el lodo no alcanza.
Si yo me hice luego el muerto
fue para mezclarme (espera
consumada en efusión)
con el brío de la entraña
y, ligero, subvertir,
el orden de lo propio y de lo ajeno,
la luz del interior
y la tiniebla de afuera.
No merece, pues, mi cuerpo
compasión:
que si ahora tiembla y languidece
y da miedo
verlo es sólo porque su calor
está todo concentrado:
como el volcán durmiente, la espera
es en mis venas una forma de dormir
sin dejar de estar presente.