Fumar es prender un incensario en la boca, pegarle fuego a un aroma y esperar que cante, vivir un momento en la indecisión de las formas (el mundo es humo que asciende lentamente hacia ninguna parte).
Fumar es concitar al destino para que baila una danza sin música.
Fumar es mezclarse en el aire nuestras ansias de durar y el deseo escaleno ciertamente irregular, pero constante de cruzar el éter como una exhalación.
Fumar es inhalar un ascua que se expele en volutas frías, aunque empapadas: de ti, de mí, de todos los que, fumando, nos transformamos por dentro en una aspiración de altura, de altura y profundidad.
Fumar es equivocarse con gracia.
Fumar es apuntar a la diana móvil del tiempo.
Fumar nos hace más ligeros: más que cuando no fumábamos, y respirar se nos volvía una misión sosa y prosaica, como andar por una superficie plana sin planes de despegar.
Fumar es soñarse inmaterial, y serlo realmente por un instante: el que dura la punta del cigarro prendida, prendada, embriagada del misterio de subir y de enroscarse. Fumar es desvanecerse sin pesar en la luz reflejada por el polvo aromático de la mañana.
Fumar: transformarse en vapor, sí, pero en vapor enamorado de la llama que me vio nacer y del techo contra el que iré a estrellarme, de nuevo cuerpo apagado y sin olor.
Escrito por Proteo a las 7 de Mayo 2004 a las 02:15 PM