Yo soy yo, evidentemente. No tengo afuera.
Tampoco oculto nada: mi ser empieza y acaba en la pura apariencia, sin secretos ni verdades para luego.
Yo muestro mi raíz como si fuera un camafeo: plana y brillante por todos lados.
Si quisiera confesarme, no tendría pecados que expiar: lo que hago, lo hago sin conciencia de mí y, por tanto, sin culpa.
Mi vida discurre de verdad en verdad, siempre simuladadas. Imaginación y realidad no son, en mi caso, monedas rotas: quizás un punto en el vacío, o dos a lo sumo (uno, para afirmarlo y el otro, para refutarlo con el mismo brío impetuoso).
Por eso vivo todo volcado hacia el exterior: no existe una esencia oculta tras la fachada, sólo más y mejores cáscaras.
Descorrer las cortinas, pues, resultaría infructuoso. Arrancarme los velos no me dejaría más desnuda e indefensa de lo que ya estoy.
Yo no soy sino lo que veis: es mejor que no sigáis buscando y, cuanto antes, empecéis a morder.