Si la velocidad de la caída diera la medida de nuestro esfuerzo para subir, ¡qué altas cumbres no habríamos escalado!
Pero no es así: uno se precipita al vacío tres o cuatro veces más rápido de lo que había subido. Por cada peldaño de ascensión, hay que soportar veinte rampas hacia abajo.
Miren mi caso: ayer coronado, y hoy ya he sido depuesto de mi real cargo. Apenas he tenido el tiempo justo para sostener el centro en la mano, comprobar lo mullido que es el asiento del trono, deglutir un par de faisanes guisados al monárquico modo, y basta, a la calle. Aquellos que me alzaron hasta la cima del poder, con idéntifica facilidad me han defenestrado.
Así que aquí me tienen: plebeyo de nuevo, hurgando en los escombros para encontrar algún trasto de valor con que pagarme los vinos, en definitiva, un infeliz sin oficio ni beneficio, un mendigo de amplios vuelos pero mal perder, un puñado de polvo, un patán, un ave de mal agüero.
Lo peor no es que esté de nuevo en el suelo, sino que me hallo más abajo. El caer me ha hecho daño. He perdido la ilusión. No comulgo ahora con las ruedas de molino que antaño me tragaba; me resulta imposible admitir los dogmas eclesiásticos a los cuales siempre les había encontrado un sentido más o menos místico. Todo me resulta inaceptable. Mi rostro en el espejo, la conversación banal, levantarse cada día sólo para volverse acostar
El haber aspirado el aire de las cumbres me ha inhabilitado para la vida en el valle. Apenas unas horas en lo más alto han hecho de mí un ser desubicado, demasiado ambicioso para conformarse pero no lo bastante como para poder protagonizar mi propia revolución y recobrar la corona que, siquiera por unos instantes, ciñió mi frente e hizo de mí un rey (no de los demás, sino sólo de mi vida: libre, despreocupado y amante de lo mejor y más granado).
Yo, que fui señor, me siento incapaz de volver a ser vasallo.
Escrito por Proteo a las 13 de Mayo 2004 a las 01:54 PM