Estrategias: para los que siempre pierden.
Ritos de paso entre la cuerda floja y el famélico trapecio del trapero, ese sublime coleccionista de oportunidades gastadas.
Vociferantes instrumentos en el foso de la orquesta del aire fétido.
Sordina fofa, la que le aplicaste a mi último cuento del copón de oro medio lleno, medio vacío de ti, de ti y de los sueños que tuvimos para los dos.
Íncubos de la madame, los que me cercan y me preguntan que qué tal estaba todo. Y yo contexto (qué voy a contextar) que la carne de sirena, bien, pero el cava fatal: esos grumos de cancioncillas frustradas, esa bilis de arpía disuelta en un sutil brebaje MUY TÓXICO, ese guiño del destino adverso con la cara rajada por el diablo del arcén
en fin, mal, muy mal, muy feo.
Claro que el camarero no tiene la culpa ¿o sí? ¿No es mirar una forma vil de connivencia? Claro que el camarero es un mandao y su cabeza es sólo un bolo en la partida de bolos de mi desesperación ¿o no?
¿Voy más lejos escarbando, o me quedo de este lado: del de la linda apariencia y los vestidos de largo y la náusea vertida imPUnemente sobre el mantel de algodones bajo las ruedas?
Va, vamos, vámonos, asaltemos el vagón de cola, el que siempre se accidenta (según demuestran las estadísticas, ya sabes, esos numeritos que nunca descarrilan porque no circulan sobre vías, sino sobre las dos esporas paralelas de tu CREDULIDAD y tu INFINITA PACIENCIA), saqueemos el desván, hagamos una gran pira pequeña, justo la llama necesaria para que el humo impregne las enaguas de las viejas glorias ambulantes, de esos ancianos con la espalda cargada de esperanzas vacías, de esos amiguitos desconocidos por completo que yo voy presuponiendo y que no existen no existen fuera no existen fuera de mi expectativa y mi quimera resquebrajada y los cráteres que abrió el aerolito de tu silencio en mi boca sellada, ¡ah, la malhadada!