Ha sido sólo un momento. En una rauda fulguración, me he plantado ante la puerta misma de la locura. Le llamo puerta por convención: en realidad, era la boca de un pasillo, un pasillo tan estrecho que me cabía la cabeza, pero los hombros no, así que me quedaba trabado y sin poder avanzar. Por fortuna, opuse resistencia, reconocí a la bicha horrible y volví precipitadamente sobre mis pasos. A punto estuve de sucumbir y, aunque esta vez pude retroceder, sé que existe: una fuerza de succión, un magnetismo puro que es real, que se produce en un espacio y un tiempo materiales y que, por lo tanto, seguirá llamandome hacia lo negro con una voz muda, como una evervación o una tontuna.
No quiero invocarla, sé que comparecerá, pero hay algo en mí que la llama —una pulsión suicida: ahora sabes cuál fue el anzuelo.
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¿Tiene contenido, la premonición de la insania, o se reduce a una forma, a una estructura vacía? Ahora puedo decirlo: en efecto, lo tiene. Se trata de una constatación simple, pero demoledora: que estoy clavado en un presente o sección transversal de mi historia psíquico-perceptiva, y que yo tomo por una continuidad cuando es una ruptura —con mis otras secciones pretéritas, a las que muy ocasionalmente me es dado retornar (esa pregnancia antigua, esa unción rediviva en una súbita traslocación de los sentidos) pero cuya inacessibilidad me suele pasar desapercibida, dando por hecho mi pervivencia en el tiempo.
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Ahora que sé que existe, ese vórtice maligno y destructor, ¿cómo podré evitarlo, y conjurar la necia propensión de mi mente a sacudir el capote ante su imponente cornamenta?
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Trataré de olvidar, y no sabré hacerlo: por primera vez, estuve ante el altar de una evidencia, y faltó muy poco para perecer aplastado bajo su peso indubitable.
Si un día aparezco hecho un reventón sobre la acera, que sepáis que caí en la trampa, que no supe evitarla y me fui derecho hacia las fauces sedientas de la oscuridad —como cuando niño, ¿recuerdas?, te oprimió la recurrente pesadilla que te aplastaba contra el respiradero.
Aporía del movimiento: irse o quedarse, es lo mismo
Se me alargan los músculos cada vez que estoy sentado. Es como si me dijeran: allá nos vamos, lejos... sin tí, a cualquier sitio, excepto donde nos encontramos.
Lo raro es que, cuando les sigo, y corro detrás de ellos, noto cómo se me agarrotan, se empiezan a encoger y se vuelven cada vez más rígidos... como si quisieran que nos paráramos (ellos y yo: todos de nuevo sentados).
¿Hay algún modo de volver a circular, cuando te encuentras varado en la cuneta por decisión propia, y sin nada que te impida ponerte en marcha de nuevo?
En demasiadas ocasiones, somos los peores enemigos de nuestra sanación: con tanta saña cultivamos las heridas, que acabamos convertidos en enfermos perpetuos (imaginarios, por supuesto).
¿Y si tentáramos el camino de enmedio, es decir, el que discurre entre la quietud y el movimiento, la patología y su agente redentor?
La solución (provisional, como todo remedio) es la ironía respecto a uno mismo: adoptar una perspectiva decididamente remota, sideral incluso, para verse chiquito chiquito, y reubicarse en un territorio nuevo, limpio de los virus y gérmenes de la excesiva egomanía.
Eso sí, sin sobrepasarse en la dosis: un exceso de ironía puede acabar tirando al niño de nuestra identidad por el agujero de la bañera de nuestra autoestima.
Cuántas veces no habré adoptado la misma estrategia: hacer creer al enemigo (esa inercia voraginosa, ese sopor) que estaba alejándome, que retrocedía hacia posiciones conocidas, cuando la verdad era que me preparaba para dar un brinco aún mayor. Como el saltador de pértiga, que tiene que salirse de la pista para coger impulso, yo también aplico la treta de retirarme, antes de atacar. Me hago el dormido, para abrir los ojos de par en par; camino lentamente, justo antes de lanzarme a la carrera. Es lo que tenemos los espíritus retráctiles: nuestra capacidad de alternar, súbitamente, contracción y dilatación, nos asemeja estupendamente a los muelles... boing, siempre a punto de estallarte en plena cara.