Un tendido de vías que no vienen de ningún sitio ni conducen a parte alguna.
Un desvío de la autopista que desemboca en la sabana, y ningún coche toma.
Un ramal secundario del camino principal adentrándose en lo ignoto.
Un circunloquio en espiral.
Una deriva penetrante.
Una acechanza.
Un pavor
soy yo.
Armado tan sólo con una linterna parpadeante y una cantimplora llena de elixires antiguos, inicio un viaje alucinado al fondo de mi alma.
Accedo a mi interior por una puerta cualquiera, de las siete que tenemos según los grandes sabios: poco a poco me dejo llevar por la corriente líquida que me inunda por dentro, e inicio una deriva que me conduce hasta el umbral de mi MENTE.
Ésta, que tiene la forma de una esfera perfectamente pulida, en realidad está compuesta por estrías de tamaño infinitesimal: vistas de cerca, parecen arabescos caprichosos de caligrafista. Me aproximo más y más, y compruebo que cada una de las susodichas circunvoluciones es en realidad un pasadizo, una vía que enlaza este mundo de aquí con el del otro lado. Penetro resueltamente por una de ellas.
El resultado es que aparezco en un reino azul, plagado de nieblas y olas blancas, donde la temperatura oscila por momentos entre lo abrasador y lo discretamente helado.
Avanzo como quien nada, moviendo los brazos con suavidad: voy descendiendo, o caigo (no lo sé bien), aunque mi corazón tiene la extraña convicción de que en verdad estoy subiendo.
Cuanto más adelanto, más atrás me siento.
Se invierten las perspectivas.
Los conceptos tiemblan.
Creo que me acerco al centro del Universo:
me parece que desemboco en el núcleo de mi Yo.
e-mail: proteo1967@mixmail.com
El hombre que no afloja el arco no tiene por qué tensarlo
El hombre que se hace escuchar no tiene por qué gritar
El hombre que no dice que no no tiene por qué decir que sí
El hombre móvil no baila
El hombre libre no se libera
El entusiasta no se entusiasma igual
que Dios no se diviniza
ni el vapor se evapora
ni la piedra se petrifica
El hombre que no conoce ley no conoce excepción
El hombre soberano no desobedece
sino que manda sobre sí mismo
El hombre que no renuncia no clama venganza
El hombre-árbol no pide sombra
El hombre-fuente no pide agua
como el pájaro no exige alas
ni un pico ni un nido caliente
a la autoridad competente
El hombre-rey sonríe en la altura
aunque el hombre-rey suda
por la proximidad del astro-rey
El hombre duda
lo justo para asegurarse de que no se engaña
y después estipula por su cuenta
los términos precisos de su suerte
El hombre incuba en sí mismo
la larva de su muerte
con cada paso hacia la oscura
certeza de su tumba.
(1998)
Me desespero
de girar entre ruinas
M. PADORNO,
Ciudades con una puerta sola
Nulo, nulo
Roto
en pedazos
que ni siquiera
te pertenecen
Fragmentado
en añicos anónimos
Oscuro,
burdo reflejo de lo que fuiste
y ya no eres
Astilla del tronco
que te creció por dentro
y que talaste
Polilla
de vuelo recto
hacia el desastre
Conducto
obturado
por el que nada sale
Ventilador que no gira
Bombilla fundida
Figurón
que a sí mismo se imita
(y eso en los días
que está sereno: los menos)
Bombero
que su propio fuego apaga
Esperpento con voz,
pero sin alma:
ese (eso)
ahora y en la hora
final, soy al fin yo.
Sólo los pobres (de espíritu) tienen conciencia (de clase)
Sólo los pobres de espíritu (las mujeres, los homosexuales, los negros, los sidosos) tienen conciencia de clase: de feminidad, de homosexualidad, de negritud, de enfermedad…
Los pobres de espíritu tienen disciplina, y saben lo que tienen que ser en cada momento: las mujeres, esto y lo otro; los homosexuales, aquello y lo de más allá. Son espíritus obedientes. Si se desvían de la recta heterodoxia, se les advierte y vuelven gregariamente al redil.
Los gregarios conocen en todo momento quiénes son: se lo dice el rebaño al que pertenecen, la clase en la cual se integran dócilmente. No tienen que buscar más adentro, en el pliegue oculto donde se inscriben los destinos personales: su tarea está determinada de antemano, sus cartas están marcadas.
Sólo los pobres (de espíritu) tienen conciencia (de clase): los espíritus (ricos, abundosos, indefinidos) tenemos conciencia individual. Sólo nosotros dudamos de todo, y más que nada, de nuestro lugar en la Tierra (si es que alguno hay para nosotros: los desclasados).
¿Hay algún modo de volver a circular, cuando te encuentras varado en la cuneta por decisión propia, y sin nada que te impida ponerte en marcha de nuevo?
En demasiadas ocasiones, somos los peores enemigos de nuestra sanación: con tanta saña cultivamos las heridas, que acabamos convertidos en enfermos perpetuos (imaginarios, por supuesto).
¿Y si tentáramos el camino de enmedio, es decir, el que discurre entre la quietud y el movimiento, la patología y su agente redentor?
La solución (provisional, como todo remedio) es la ironía respecto a uno mismo: adoptar una perspectiva decididamente remota, sideral incluso, para verse chiquito chiquito, y reubicarse en un territorio nuevo, limpio de los virus y gérmenes de la excesiva egomanía.
Eso sí, sin sobrepasarse en la dosis: un exceso de ironía puede acabar tirando al niño de nuestra identidad por el agujero de la bañera de nuestra autoestima.