Se consumen las últimas miradas
no correspondidas como pitillos
prendiendo solos en el cenicero.
Se dan poco peso los gestos
agonizantes, apenas esbozados
en un papel o una pantalla:
quisieran rugir, pero no pueden
ir más allá en su afonía
de abusos, ruido y excesos.
Arden los deseos en su fogata
sin mordiente (azul es el color
de la ansiedad cuando se apaga).
Se desmorona la pared de arena
al coincidir en su cimiento la luz,
el aire, el agua y la ocasión
aciaga en contra siempre.
Aletean los polluelos sin calor:
morirán pronto si no vuelan
lejos de este nido que les humilla
con sus signos contradictorios
ora risueños, ora dolientes.
Se consuela este amanuense
al coincidir los meros hechos hueros
con el intrínseco vacío del sentido,
y la nada posterior a los triunfos
se precipita amorfa sobre la nada
absurda y absoluta del principio.
EL GRAN SAPO
Por el lado interior soy un gran sapo
cubierto de costras y cicatrices imborrables.
Pero por fuera tengo el porte
de un príncipe extranjero.
Benditos sean los ojos
que la piel no alcanzan a penetrar,
¡oh, tú, mi espectadora!
LA LEPRA DEL CARIÑO
La lepra del cariño se despelleja
en abundancias cortas o largas
El cáncer que te estaba destinado
prospera a rachas, indeciso entre el extremo
y el punto ciego que ni se ve,
ni quizás es visto
La agonía es un estado
intermedio de la mente
justo antes de renacer.
CAÍDA
Tras el calor vienen los fríos,
desenlace natural, dulce escarmiento.
Tras la incisión y la herida,
comienza la costura de las carnes,
el secado de la piel, la escoriación
anegada en su reproche de navajas,
en su duda con el margen y la astilla,
en su extraña palpitación astral.
Tras la caída, el alzamiento,
mas no por la premura
en alcanzar de nuevo el estado vertical:
es por la prisa en caer de nuevo,
es por amor a la erección
de un momento que no dura
sino el tiempo de plantar
su andamiaje entre las chispas.
LA PEREZA
La pereza es un animal
de costumbres. Ni un sólo día
muere sin que haya repetido
un gesto, un signo, una canción,
no en su acierto
ni en su emoción, sino tan sólo
por su inercia de pereza humana
bestia de vida inerme
y prestada, vuelo corto,
maldición.
INVERSIÓN
Llega un día en que no sabes
si lees un libro o lo estás reescribiendo
a ciegas por primera vez,
si pisas firme o tan sólo resbalas
por un suelo que se desplaza contigo,
si te has elevado o es el valle
entero el que se está encogiendo
para ahormarse al hueco de tu mano,
si conjugas verbos en voz pasiva
y modo impersonal,
si con saña te engañó el titiritero
al privarte de la hilazón dorada,
si abres la boca para que entre el aire
o salga el canto,
si quedan balas en el cargador
de las salvas honoríficas, si cae
la noche o el día no se levanta
(demasiado peso, el de sus alas).
Llega un tiempo falaz y desdichado
en que todo se invierte sin perder
su tenaz significado, su sinsentido
de pasta blanca y moldeable,
su corrosión.
Como un sicario cuya próxima víctima fuera un miembro de su propia familia, aguardo emboscado entre las sombras la ocasión propicia a la misión.
Por un lado, conservo el temple característico de mi condición profesional. Por otro, me asaltan los remilgos propios de la persona común que, mal que me pese, no he logrado suprimir del todo.
Sólo un instante la duda me atenaza; apenas dura un suspiro cierta vacilación entre el escrúpulo y la bravura. Enseguida recobro mi clásica ubicación más allá del celo y del recelo: con el arma en la mano, yo soy puro acto sin posible redención.
Sigo aquí, en estado de conato
siempre, irresuelto e indeciso
entre múltiples opciones anacrónicas.
Sigo apuntando buenas maneras,
perpetuo principiante en un mundo
ya consumado y en el que no creo.
Sigo en la brecha húmeda,
en la llaga efervescente, en el mar
de simas imposibles donde me esperan
cristales, formas coaguladas,
estados permanentes,
solidez, clausura.
En la inconstancia mientras tanto
persevero, estable
en mi volubilidad primaria,
impertérrito detrás
de mi vaivén sólo aparente:
yo con lo amorfo tengo un pacto
de preservación recíproca.
Lo peor del verano son las ventanas
insistentemente abiertas, y el olor
a fritura del recuerdo del buñuelo,
y las antiguas esquivas regalando
sin medida sus secretos, y el reloj
chorreante a mediodía con la saña
de un bombero apagando el fuego
provocado por el maldito especulador,
y el anillo de silencio que limita
el centro frío por todos lados,
y las ambiciones desmesuradas
en el tostador de los camelos
(mentira tras mentira
hasta la revelación final),
y la arcilla endurecida, y el horror
de la arena maltratada por el sol
de tu veneno, y la rama
retorcida del abeto,
y el desierto
impregnándolo todo
del color incierto de la muerte
inminente de las semillas
de la planta de la felicidad.
Lo peor del verano es el verano
mismo sin escapatorias.
Como la vida y su otro yo.
Es cosa hecha
(ni sabida, ni demostrada):
la primera incisión
no corta, pero derrama
la sangre más bella.
Luego vendrán los tajos
eficaces (más o menos deseados,
pero todos iguales: hoja que saja
y desventra el cuerpo místico,
el ferviente corazón
que es el que espera
y es el que sacia).
Luego será libada la hiel
del crucificado en rituales
de claro contenido pagano:
el que la hace, la paga
y el que se abstiene, no.
Luego se abrirán los caminos,
golpearán las puertas en sus quicios,
darán las doce en el reloj de la plaza
abandonada por la población flotante
en beneficio del show encajonado
por el cauce de la expectación.
En cualquier caso, mucho después
de que el cuerpo haya sido devorado
por los sarcásticos comensales
de la Última Cena de esta semana,
se hará evidente
(no demostrado, ni concluyente)
que era el pinchazo inicial
el que nos desgajaba:
no la espada de hoja de acanto,
no el filo y su aura persistente.
En cualquier caso, desfallecer
fue un acto por completo voluntario
de la esperanza, solamente.
En el principio fue el aquelarre del desenlace.
Todo empezó cuando se descartaron
los balances, el saldo final, el último día,
la cifra, el plazo, el punto redondo
que ponen Blas y su emisario,
el guarda del Jardín de las Delicias.
En el principio fue asesinar
al contable de las cuentas falsas,
pues lo valioso de veras
no es en absoluto mensurable.
En el principio fue el principio
vasto e incontrolado,
la llanura empezando siempre,
las laderas ascendiendo siempre,
sin cimas ni horizontes,
sin muerte quizás, sólo una lenta
propensión hacia afuera
y a lo lejos, a lo lejos
la promesa de un nuevo comienzo
(el viejo inicio de todos los años),
a lo lejos la evidencia de esta ley
oscura a la que el pionero se somete:
que la resurrección se demuestra muriendo
y la nada es un espectro de la mente.